miércoles, 16 de noviembre de 2011

CAPSULA DE AMOR:

EL PODER DE UNA ORACIÓN

Mar. 9:14-29

A la mayoría nos vendría bien un ajuste en nuestras vidas de oración. A algunas de ellas les falta estabilidad. Se encuentran en un desierto o en un oasis. Períodos largos, áridos y secos interrumpidos por breves zambullidas en las aguas de comunión. Pasamos días o semanas sin oración estable, pero luego sucede algo, escuchamos un sermón, leemos un libro, experimentamos una tragedia, algo nos conduce a la oración, de manera que nos zambullimos. Nos sumergimos en la oración y salimos refrescados y renovados. Pero al retomar la travesía, nuestras oraciones quedan atrás.

Hay otros que estamos necesitados de sinceridad. Nuestras oraciones son un tanto huecas, memorizadas y rígidas. Más liturgia que vida. Y a pesar de ser diarias, son aburridas. Existen otros más que carecen de honestidad. Sinceramente nos preguntamos si la oración es relevante. ¿Por qué razón querría hablar conmigo el Dios de los cielos? Si Él lo sabe todo, ¿quién soy yo para decirle cosa alguna? Si Él todo lo controla, ¿quién soy yo para hacer cosa alguna? Si está lidiando con la oración, tengo justo al hombre para usted. No se preocupe no se trata de un santo monástico. Ni de un apóstol de rodillas callosas. Tampoco se trata de un profeta cuyo segundo nombre es Meditación. O de una persona tan santa que nos recuerde hasta qué punto debemos profundizar en la oración.

Es justamente todo lo opuesto. Es un compañero en la fumigación de cultivos. Un padre de un hijo enfermo que tiene necesidad de un milagro. La oración del padre no es gran cosa pero la respuesta y el resultado nos recuerdan: el poder no está en la oración; está en el que la oye. Oró en su desesperación. Su hijo, su único hijo, estaba poseído por un demonio. No sólo era sordo, mudo y epiléptico, sino que también estaba poseído por un espíritu maligno. Desde la infancia del muchacho, el demonio lo había lanzado en el fuego y en el agua. Imagine el dolor del padre. Otros padres podían observar cómo sus hijos crecían y maduraban; él sólo podía observar cómo el suyo sufría. Mientras otros enseñaban a sus hijos un oficio, él sólo intentaba mantenerlo con vida. ¡Qué desafío! No podía dejar solo a su hijo siquiera por un minuto. ¿Quién sabía cuándo sobrevendría el siguiente ataque? El padre debía permanecer de guardia, atento las veinticuatro horas del día. Estaba desesperado y cansado y su oración refleja ambas cosas. «Pero si tú puedes hacer algo, ten misericordia de nosotros y ayúdanos» (22). Escuche esa oración. ¿Le suena valiente? ¿Confiada? ¿Fuerte? No lo creo. Un solo cambio de palabras habría marcado una gran diferencia. ¿Qué tal si en lugar de usar la palabra si hubiese dicho ya que? «Ya que puedes hacer algo, ten misericordia de nosotros y ayúdanos». Pero eso no fue lo que dijo. Dijo sí. El griego es aún más enfático. El modo utilizado implica duda. Es como si el hombre estuviese diciendo: «Esto tal vez esté fuera de tu ámbito, pero si tú puedes…» Más humilde que imponente. Más tímido que elevado. Más semejante a un cordero cojo acercándose a un pastor que a un león rugiendo en la selva. Si esa oración suena semejante a la suya, no se desanime, pues allí es donde comienza la oración. Comienza siendo un anhelo. Una súplica sincera. Nada de apariencias falsas. Nada de jactancias. Nada de posiciones asumidas. Sólo oración. Oración endeble, pero oración al fin.

Tenemos la tentación de posponer la oración hasta que sepamos cómo orar. Hemos escuchado las oraciones de los que son espiritualmente maduros. Hemos leído de los rigores de los disciplinados. Y estamos convencidos de que nos aguarda una larga travesía. Ya que preferiríamos no orar antes que orar de manera endeble, no oramos. U oramos de manera infrecuente. Estamos esperando aprender a orar antes de hacerlo. Menos mal que este hombre no cometió ese mismo error. La oración no era su fuerte. Y la suya no fue gran cosa. ¡Hasta él mismo lo reconoce! «Creo», imploró. «Ayúdame en mi incredulidad» (Mar. 9:24).

Pero Jesús respondió. Respondió no a la elocuencia del hombre, sino a su dolor. Jesús tenía muchos motivos para ignorar el pedido de este hombre. En primer lugar Él recién regresaba de la montaña, del Monte de la Transfiguración. Mientras estuvo allí su rostro se cambió y su ropa se volvió blanca y resplandeciente (Luc. 9:29) Y entre tanto que oraba, la apariencia de su rostro se hizo otra, y su vestido blanco y resplandeciente. Un brillo impactante había fluido de Él. Las cargas terrenales fueron reemplazadas por los esplendores celestiales. Moisés y Elías vinieron y los ángeles dieron ánimo. Fue elevado por encima del polvoriento horizonte terrestre e invitado a entrar en lo sublime. Fue transfigurado. El viaje hacia arriba causó regocijo. Pero el viaje hacia abajo fue descorazonador. Observe el caos que lo recibe a su regreso. Los discípulos y los líderes religiosos están discutiendo. Una multitud de curiosos está mirando. Un muchacho, que había sufrido durante toda su vida, está en exposición. Y un padre que había venido buscando ayuda está desalentado, preguntándose por qué ninguno puede ayudarlo.

Con razón Jesús dice: ¡Oh, generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar? (19). Nunca antes ha sido tan marcada la diferencia entre el cielo y la tierra. Nunca antes ha sido tan endeble la arena de la oración. ¿Dónde está la fe en este cuadro? Los discípulos han fracasado, los escribas están entretenidos, el demonio está victorioso y el padre está desesperado. Le sería muy difícil encontrar una aguja de fe en ese pajar. Hasta es posible que le resulte difícil encontrar una en su propio pajar. Tal vez su vida también esté a gran distancia del cielo. Una casa ruidosa: Niños que gritan en lugar de ángeles que cantan. Religión divisiva: Sus líderes se dedican más a la discusión que al ministerio. Problemas que le superan. No puede recordar cuándo fue que no se encontraba con este demonio al despertar. Y sin embargo de entre el ruido de la duda surge su tímida voz. «Si tú puedes hacer algo…»

¿Tal oración tiene relevancia? Permita que Marcos le responda esa pregunta: (Mar. 9:25-27) 25Y cuando Jesús vio que la multitud se agolpaba, reprendió al espíritu inmundo, diciéndole: Espíritu mudo y sordo, yo te mando, sal de él, y no entres más en él. 26Entonces el espíritu, clamando y sacudiéndole con violencia, salió; y él quedó como muerto, de modo que muchos decían: Está muerto. 27Pero Jesús, tomándole de la mano, le enderezó; y se levantó.

Esto turbó a los discípulos. No bien se alejaron de la multitud le preguntaron a Jesús: ¿Por qué nosotros no pudimos echarlo fuera? ¿Su respuesta? «Esta clase de espíritu con nada puede salir, sino con oración». ¿Cuál oración? ¿Cuál oración fue la que tuvo relevancia? ¿Fue la oración de los apóstoles? No, ellos no oraron. Deben haber sido las oraciones de los escribas. Tal vez fueron al templo e intercedieron. No. Los escribas tampoco oraron. Entonces debe haber sido la gente. Tal vez organizaron una vigilia a favor del muchacho. No. La gente no oró. Ni siquiera se dobló una rodilla. ¿Entonces cuál fue la oración que llevó a Jesús a liberar al muchacho, del demonio? Sólo hay una oración en la historia. Es la oración sincera de un hombre que sufre. Y ya que Dios se conmueve más por nuestro dolor que por nuestra elocuencia, respondió. Eso es lo que hacen los padres. Y Dios hace lo mismo. Nuestras oraciones pueden ser torpes. Nuestros intentos pueden ser endebles. Pero como el poder de la oración está en el que la oye y no en el que la pronuncia, nuestras oraciones sí tienen relevancia.

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