lunes, 14 de noviembre de 2011

UNA INVITACIÓN A BETESDA:

¿SE CABAN LAS OBCIONES?

Juan 5:1-18

Esta historia no es acerca de un inválido en Jerusalén. Se trata de usted y de mí. El hombre no es anónimo. Tiene un nombre: el suyo. Tiene un rostro: el mío. Tiene un problema: igual que el nuestro. Jesús se encuentra con el hombre cerca de un gran estanque al norte del templo de Jerusalén. Mide aproximadamente ciento diez metros de largo, cuarenta de ancho y tres de profundidad. Una columna con cinco pórticos domina el cuerpo de agua. Es un monumento de opulencia y prosperidad, pero sus residentes son personas enfermas y en aflicción.

Se llama Betesda. Una corriente de agua subterránea hacía que ocasionalmente el estanque burbujeara. La gente creía que las burbujas eran causadas por la agitación de las alas de un ángel. También creían que la primera persona en tocar el agua después de que lo hiciese el ángel sería sanada. ¿Ocurría de verdad la sanidad? No lo sé. Pero sí sé que gran cantidad de inválidos se llegaban hasta allí para intentarlo. Imagínese un campo de batalla cubierto de cuerpos heridos y puede ver a Betesda. Al pasar, ¿qué escuchaban? Un sinfín de gemidos. ¿Qué cosa observaban? Un campo de necesidades sin rostro. ¿Qué hacían? La mayoría pasaba de largo ignorando a las personas.

Pero no así Jesús. Él está en Jerusalén para una fiesta. No sabemos si alcanzó a llegar al templo, pero sí que llegó a Betesda. Él está solo. No está allí con el fin de enseñar a los discípulos ni para atraer a una multitud. ¡La gente lo necesita! ¡Por eso está allí! ¿Se lo puede imaginar? Jesús caminando entre los que sufren. ¿Qué piensa Él? Cuando una mano infectada toca su tobillo, ¿qué hace? Cuando un niño ciego tropieza cerca de Jesús, ¿extiende sus manos para evitar su caída? Cuando una mano arrugada se extiende pidiendo limosna, ¿cómo responde Jesús? ¿Qué siente Dios cuando la gente sufre? Vale la pena relatar la historia aunque sólo sea para observarlo caminar. Basta con saber que siquiera vino. No tenía la obligación de hacerlo. Con seguridad hay grupos más saludables en Jerusalén. Seguramente existen actividades más placenteras. Después de todo, esta es la fiesta de la Pascua. Es un tiempo emocionante en la ciudad santa. Ha venido gente de muchos kilómetros a la redonda para encontrarse con Dios en el templo. No se imaginan que Dios esté con los enfermos. No se pueden imaginar que Dios esté caminando lentamente, pisando con cuidado entre los pordioseros y los ciegos. No es posible que piensen que el joven y fuerte carpintero que observa la escena harapienta de dolor es Dios. «En toda angustia de ellos Él fue angustiado» escribió el profeta (Is. 63.9).

Este día Jesús debe haber experimentado mucha angustia: Jesús debe haber suspirado a menudo al caminar junto al estanque de Betesda. Y suspira también cuando se acerca a usted y a mí. ¿Recuerda que le dije que esta historia se trataba de nosotros? ¿Recuerda que dije que encontré nuestros rostros en la Biblia? Bueno, aquí estamos, rellenando los espacios en blanco entre las letras del versículo (5): «Y estaba allí un hombre que hacía treinta y ocho años que estaba enfermo». Es posible que esté sosteniendo este libro con manos saludables y leyendo con ojos sanos y no pueda imaginarse lo que tienen en común usted y este inválido de cuatro décadas. ¿Cómo pudiera él ser usted? ¿Qué cosa tenemos en común con él? Simple, nuestro dilema y nuestra esperanza: ¿Cuál dilema? Está descrito en (Heb. 12.14) «Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor».

Ese es nuestro dilema: sólo los santos verán a Dios. La santidad es un requisito para el cielo. La perfección es una condición para la eternidad. Desearíamos que no fuese así. Nos comportamos como si no lo fuera. Nuestro comportamiento pareciera indicar que los que son «decentes» verán a Dios. Damos a entender que los que se esfuerzan verán a Dios. Nos comportamos como si fuésemos buenos porque nunca hacemos nada malo. Y esa bondad bastará para darnos la entrada al cielo. Eso nos parece bien a nosotros, pero a Dios no. Y Él es quien establece las normas. La norma es elevada: (Mat. 5:48) Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto. Pues verá, en el plan de Dios es Él la norma de perfección. No nos comparamos con otros; ellos están tan errados como nosotros. La meta es ser como Él; cualquier cosa inferior es inadecuada.

Por eso digo que el inválido es usted y yo. Nosotros, al igual que él, estamos paralizados. Como él nos encontramos atrapados. De manera semejante nos hayamos inmovilizados; no tenemos solución para nuestro padecimiento. Él nos representa, recostados sobre el suelo. Allí estamos nosotros heridos y cansados. En lo que a sanar nuestra condición espiritual se refiere, no tenemos oportunidad. Daría igual que se nos dijese que saltáramos sobre la luna con garrocha. No contamos en nuestro interior con lo que se necesita para ser sanado. Nuestra única esperanza es que Dios haga por nosotros lo que hizo por el hombre en Betesda: Que salga del templo y entre en nuestro pabellón de dolor y desamparo. Lo que exactamente ha hecho. Lea lenta y cuidadosamente la descripción que hace Pablo de lo que Dios ha hecho por usted en (Col. 2:13-15). 13Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados, 14anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz, 15y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz.

Al observar las palabras arriba mencionadas, conteste a esta pregunta. ¿Quién está haciendo la obra? ¿Usted o Dios? ¿Quién es el activo? ¿Usted o Dios? ¿Quién es el que está salvando? ¿Usted o Dios? ¿Quién es el que tiene la fuerza? Y, ¿quién es el que está paralizado? ¡Usted y yo!

Aislemos algunas frases y veamos. Primeramente, observe su condición. «Estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne». El inválido está mejor que nosotros. Al menos estaba con vida. Pablo dice que si usted y yo estamos fuera de Cristo, entonces estamos muertos espiritualmente. Cuerpos sin vida. Cadáveres. ¿Qué cosa puede hacer un muerto? No mucho. Pero observe lo que puede hacer Dios con los muertos. «Dios le dio vida». «Dios perdonó». «Anuló el acta de los decretos que había en contra de nosotros». «Quitó esa acta de en medio». «Despojó a los principados y potestades espirituales». «Triunfó». «Lo exhibió al mundo». Nuevamente la pregunta. ¿Quién es el activo? ¿Usted y yo, o Dios? ¿Quién está atrapado y quién viene al rescate? Dios ha lanzado chalecos salvavidas a todas las generaciones. Ángeles golpean a la puerta de Lot: (Gén. 19). El torbellino habla al dolor de Job: Job 38–42. El Jordán limpia el tormento de Naamán: (2º R. 5) Aparece un ángel en la celda de Pedro: Hechos 12. Los esfuerzos de Dios son más grandes cuando los nuestros son inútiles.

Vuelva a Betesda por un momento. Quiero que observe el diálogo breve y revelador entre el paralítico y el Salvador. Antes de que Jesús lo sane, le formula una pregunta: ¿Quieres ser sano? «Señor, no tengo a nadie que me meta en el estanque cuando el agua es agitada; y mientras yo llego, otro baja antes que yo» (7). ¿El hombre se está quejando? ¿Siente autocompasión? ¿O es que simplemente declara los hechos? Quién sabe. Pero antes de que dediquemos mucho tiempo a estos pensamientos, observe lo que sucede a continuación. «Levántate, toma tu camilla y anda». «Y al instante el hombre quedó sano, y tomó su camilla y echó a andar».

Ojalá pudiésemos hacer eso; desearía que tomásemos en serio a Jesús. Desearía que, al igual que en los cielos, aprendiésemos que lo que Él dice, eso ocurre. ¿Qué cosa es esta extraña parálisis que nos confina? ¿Qué es esta obstinada falta de voluntad de recibir la sanidad? Cuando Jesús nos diga que nos levantemos, hagámoslo. Cuando diga que hemos sido perdonados, descarguémonos de la culpa. Cuando diga que valemos, creámosle. Cuando diga que somos eternos, enterremos nuestro temor. Cuando diga que ha provisto para nosotros, dejemos de preocuparnos. Cuando diga: «Levántate», hagámoslo. ¿Esta historia es la suya? Puede ser. Todos los elementos son los mismos. Un gentil desconocido ha entrado en su doliente mundo y le ha ofrecido una mano. Ahora le toca a usted aceptarla.

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